En estos más de 500 años del proceso de globalización del capital, el papel de América Latina ha sido, fundamentalmente, el mismo: por una parte, funcionar como capitalismo periférico, ofreciendo al proceso de acumulación mundial, la vastedad y riqueza de sus territorios y la necesitada y hambreada mano de obra. Por otra, aguantar el costo humano y ambiental de la pérdida y contaminación de territorios enteros.

Las minas no se forman sino en lugares áridos
y desprovistos de árboles y plantas;
de suerte que podría decirse
que la naturaleza tomó sus precauciones
para ocultamos este fatal secreto.
J.J. Rousseau. El origen de la desigualdad

Por Alicia Hopkins publicado en Soy Cobre

Si uno lee los cuadernos de viaje de Colón, la palabra que más se repite es “oro”. Durante más de cuatrocientos años, la minería en América Latina fue uno de los negocios más redituables de las coronas y de las repúblicas europeas. Miles de europeos que vivían confinados en las cárceles fueron castigados enviándolos al “nuevo continente” para trabajar como siervos en las minas. Miles de indígenas y negros fueron esclavizados también con el mismo objetivo. No podría entenderse la grandeza de España ni el fin de la llamada “edad oscura” en Europa sin el papel que jugó la extracción de riqueza en estas tierras. En estos más de 500 años del proceso de globalización del capital, el papel de América Latina ha sido, fundamentalmente, el mismo: por una parte, funcionar como capitalismo periférico, ofreciendo al proceso de acumulación mundial, la vastedad y riqueza de sus territorios y la necesitada y hambreada mano de obra. Por otra, aguantar el costo humano y ambiental de la pérdida y contaminación de territorios enteros.

Pero lo que interesa en este artículo es, por una parte, mostrar cómo el problema de las minerías en México no sólo es antiguo, sino que, además, es un problema que rebasa las fronteras locales y nacionales, respondiendo más bien a una lógica estructural que puede entenderse a partir de las necesidades del modelo de desarrollo dominante, una guerra de baja intensidad en contra de los pueblos, para arrebatarles sus bienes naturales. Por otra parte, también dar cuenta de lo que sucede abajo, con las comunidades que están siendo atacadas por las minerías, sus respuestas y luchas por preservar la vida. El derrame de cuarenta mil metros cúbicos de ácido sulfúrico y metales pesados provenientes de la mina Buena Vista del Cobre, propiedad del Grupo México que encabeza Germán Larrea -uno de los tres hombres más ricos de nuestro país-, es una catástrofe que no puede ser comprendida si nuestra vista está sólo puesta en el río, en la mina y en los empresarios en cuestión. Debe ser combatida a sabiendas que este fenómeno es regional y que el conflicto que hay ahora en Sonora forma parte de una lucha mayor, una lucha de cientos de pueblos que a lo largo y ancho de Nuestra América se están levantando -y en muchos casos triunfando- en contra de la lógica de muerte a la que han sido sometidos.

Las minas, la crisis económica y el modelo dominante de desarrollo

Desde hace aproximadamente diez años, se veía venir un nuevo ciclo de crisis económica a nivel mundial. Hemos sido testigos de su gravedad estos últimos años en Estados Unidos y en algunos países europeos como Grecia o Irlanda. Sin embargo, poco sabemos de los efectos que esta crisis tiene en Nuestra América. Al principio parecía que por la propia lógica periférica a la que estábamos sujetos, la crisis no sería tan fuerte como en otras regiones. Ahora lo que aparece a la vista de los investigadores es, más bien, que la crisis en América Latina se manifiesta como un nuevo ciclo de acumulación por desposesión. Es decir, los grandes capitalistas -concentrados en megacorporaciones- tienen claro que la manera de paliar los efectos nocivos que la crisis tiene sobre sus negocios es acelerar los procesos de mercantilización de los mal llamados “recursos naturales”[1].

En relación con la minería, los datos duros indican que su producción en América Latina representó, en 2011, un monto récord de 140 mil millones de dólares, un 40% más que en 2010 que ya había involucrado un volumen considerable, y un 250% superior a la registrada en 2003[2]. Pero este fenómeno no sólo se presenta en los minerales, también los ríos, los bosques, la fauna y la flora están siendo sometidos a una lógica de extracción y privatización que ha llegado a límites insostenibles para las comunidades[3]. Por otra parte, enormes territorios están siendo ocupados por empresas transnacionales para la agricultura industrial, para la construcción de hidroeléctricas, presas, gasoductos, carreteras, etc. con el objetivo de responder a la demanda de energía de las grandes industrias y de las ciudades en crecimiento. Ambos fenómenos conllevan un proceso de despojo de enormes extensiones de territorios que son arrebatados a los pueblos que han vivido, durante siglos, en ellos. Ambos fenómenos forman parte de esta misma lógica de acumulación por desposesión que está golpeando con toda la complicidad de los gobiernos e incluso con su propia fuerza armamenticia a toda Nuestra América.

Ahora bien, toda incursión de empresas mineras –o de cualquier otro proyecto económico como los antes dichos- en los diferentes territorios va acompañada de un proceso de legitimación económica y cultural. El argumento y el ofrecimiento es siempre el mismo: más trabajo, más progreso, más riqueza. Empresarios y gobiernos se coordinan para hacer una campaña sobre los beneficios que la mina tendrá en la región. Casi nunca hablan sobre los costos y los riesgos que hay, de la pérdida de la salud e incluso de la vida, ni tampoco del deterioro y de la degradación ambiental. La fórmula es simple: pobreza + falta de información + campaña de legitimación = consentimiento.

La falsa propaganda del progreso es ahora más evidente que nunca en Nuestra América y más que en muchas otras regiones del planeta: bosques y selvas están muriendo, los ríos se contaminan, el cáncer aumenta como plaga, el campo se abandona, cada vez hay más migración, desigualdad y pobreza. Fácilmente podemos darnos cuenta que el progreso es sólo para unos cuantos. En el caso de la minería esto es más que evidente. Pensemos en la cantidad de millones de dólares que produce una mina y preguntémonos a dónde va ese dinero. Es casi un absurdo que, justificado a fuerza, se ha vuelto, desafortunadamente, casi natural para muchos y poco cuestionable. El territorio en el que se encuentran las minas es habitado por pueblos que serían los más legitimados para aprovechar, administrar y decidir sobre sus bienes naturales comunes. Pero lo que sucede es que los empresarios ya sean extranjeros o nacionales, se encargan de arrebatar, con la complicidad del gobierno, la capacidad de aprovechamiento que el pueblo tiene sobre sus bienes y le obliga a trabajar para sacar la riqueza de su territorio y entregársela. ¿Dónde queda el progreso? El pueblo termina sin sus bienes, recibiendo migajas de salario –comparada con la riqueza que se va al bolsillo del empresario que nunca ensucia sus manos ni enferma sus pulmones- y contemplando la muerte de la naturaleza contaminada y la suya propia.

Las técnicas de muerte de la minería

Ahora bien, en términos técnicos, la minería ha desarrollado una capacidad cada vez mayor de extracción de minerales, lo que ha provocado que, con el paso del tiempo, los más cercanos y de más fácil acceso se vayan extinguiendo. Esto ha ocasionado que el proceso de extracción sea cada vez más agresivo: se hacen explotar cerros enteros, se “lavan” las piedras en químicos como el ácido sulfúrico (que se usa en las minas de cobre) o el cianuro (para las minas de oro), con el fin de extraer de ellas la mayor cantidad de mineral posible. Estas implementaciones técnicas que, a ojos empresariales son un éxito por el aumento de la productividad (los químicos permiten obtener hasta 40% más del mineral), son, a ojos de cualquier habitante bien informado que viva cerca de una mina, un riesgo cada vez mayor de contaminación. Además, el proceso requiere de toneladas de agua diarias (1 tonelada por cada 200 mg de cianuro en las minas de oro) que dejan desprovistas a las familias y a los campos de cultivo.

ALICIA 3La minería a cielo abierto ha sido prohibida en muchos países en Europa por su alta peligrosidad, por el grado irreversible de contaminación que genera y por lo insostenible del gasto que hace de agua; sin embargo, en América Latina y en África hay un boom de este tipo de minería. Pasa que las regiones con una historia de colonización que se mantiene viva, ahí donde no hay estabilidad económica ni política -por las grandes diferencias de clase y por la complicidad de las élites que gobiernan con los intereses del capital extranjero- son, precisamente, los espacios óptimos para el establecimiento de empresas explotadoras y contaminantes. En el gobierno de Felipe Calderón fueron entregadas más de veinte mil concesiones para la explotación minera. Es en América Latina donde se lleva a cabo el 25% de explotación minera mundial.

Los pueblos y comunidades que luchan por su vida en contra de las mineras

Además de las consecuencias ambientales que generan las mineras, también es necesario comprender la lógica anticomunitaria con la que funcionan. Es como si, encontrando yacimientos minerales, se estableciera, de manera legítima por los empresarios mineros y los gobiernos, eso que la socióloga argentina Maristella Svampa llama “áreas de sacrificio”. Los territorios se intervienen y aparecen como “socialmente vaciables”, desechables. La prioridad es la capacidad que el territorio tiene de producir riqueza y no la relación que la comunidad tiene con él, ni siquiera la propia vida que habita en él.

No hay país latinoamericano con proyectos de minería a gran escala que haya logrado generar una situación justa para las comunidades y los pueblos afectados. En todos los casos hay conflictos de las comunidades con el gobierno y con las empresas mineras. Sólo por mencionar algunos: México, Guatemala, El Salvador, Honduras, Costa Rica, Panamá, Ecuador, Perú, Colombia, Brasil, Argentina, Chile, Uruguay. Según el Observatorio de Conflictos Mineros deAmérica Latina (OCMAL) existen actualmente 120 conflictos activos que involucran a más de150 comunidades afectadas a lo largo de toda la región. En todos estos lugares está pasando lo que ahora tiene conmocionada a la sociedad sonorense. Es, insisto, un problema regional. Las grandes empresas están acabando con la vida de comunidades enteras en Nuestra América, despojándolas de sus territorios, de sus formas de vida, disciplinándolas bajo el castigo, el amedrentamiento, la fuerza estatal, para arrebatarles toda la riqueza. Se quiera ver o no, es una guerra de baja intensidad, una nueva ofensiva colonizadora. Ahora la colonización no la hacen los Estados, los gobiernos, ahora la hacen las empresas y utilizan al Estado para proteger sus inversiones.

Pienso en dos casos emblemáticos de lucha de los cuales podemos aprender, casos que están más allá de nuestras fronteras estatales. En momentos como este, saber que hay otros y otras en toda la región levantándose para defender su vida es importante no sólo como ánimo para la lucha, sino para saber cómo han sido las victorias y cómo las derrotas.

En Cajamarca, Perú, la empresa minera está tan decidida a continuar con sus trabajos que se ha armado de todo tipo de estrategias para hacer que la comunidad se amedrente. No sólo ha comprado al gobierno y a su ejército, que envía constantemente a golpear, desaparecer o a asesinar a líderes de la comunidad, sino que incluso se ha descubierto que han envenenado los charcos, las tomas de agua para los animales, con el fin de que mueran y a la gente no le quede más remedio que irse del lugar y dejarles el camino libre. A pesar del deterioro y del miedo, la comunidad se ha mantenido por muchos años luchando en contra de la mina, defendiendo su territorio y es, hoy por hoy, una de las luchas más emblemáticas a nivel mundial en contra de la depredación y de la muerte de la industria minera.

En nuestro país, en San Luis Potosí, la minera “Cerro de San Javier” –también del Grupo México- acabó por completo con el cerro y afectó sustancialmente la vida de las comunidades aledañas. La población recurrió a la lucha legal y la ganó. Se les concedieron amparos para detener la obra luego que se comprobara el desastre ambiental que causaría. La empresa hizo oídos sordos, el gobierno se quedó inmóvil. Esta experiencia tan dolorosa para las comunidades del cerro, nos enseña que no basta la lucha legal, si el pueblo no está organizado, la lucha por la vida no podrá ser posible.

A modo de epílogo

Desde el inicio, el trabajo en las minas ha sido una de las maneras más brutales de explotación del ser humano por el ser humano y una de las formas más terribles de encumbrar el poderío técnico por encima de la naturaleza. Sin embargo, no ha sido siempre de la misma manera. El desarrollo técnico e industrial y las diferentes fases por las que ha pasado el modo de producción capitalista ha sofisticado tremendamente sus mecanismos de explotación y extendido sus consecuencias; aunque, en lo esencial, sigue siendo lo mismo: despojo de territorios, explotación humana y devastación ambiental. Lo que muchos pueblos en resistencia sostienen es que las minas pueden funcionar de manera distinta si ellos mismos las manejaran y obtuvieran de ellas lo necesario para su subsistencia.

Más allá de las minerías, esta nueva embestida de los capitalistas en contra de todas las formas de vida, esta idea estúpida de que cualquier cosa se puede volver mercancía y puede generar ganancias está acabando con nuestras relaciones humanas y vitales. Estamos en guerra en el mundo entero. Dos formas de entender la producción están enfrentadas directamente: una, la de los de arriba, sostiene que se debe producir para la ganancia; otra, la de los de abajo, sostiene que debemos producir para la vida. No tenemos aún claro quién ganará esta nueva guerra del siglo XXI, lo que sí sabemos es que, todo, absolutamente todo lo vivo en el planeta, hoy por hoy, está en riesgo.

[1] Cuando decimos “recursos naturales” estamos confirmando que lo que la naturaleza ofrece para la vida en realidad es sólo un recurso que puede volverse mercancía y generar ganancia. Muchos pueblos y organizaciones sociales y los teóricos que les apoyan nos han dado un nuevo vocablo para hacer referencia a lo mismo: “bienes naturales comunes”. Se dice “bien” en lugar de “recurso” para contrarrestar el sentido mercantil y hacer énfasis en el bien y en la vida. Se dice “comunes” para enfrentar la legitimidad de que la naturaleza está ahí para que sea apropiada por los empresarios. La vida natural no le pertenece a nadie, es de todos, es algo que nos es común, porque nos permite seguir vivos, nadie debería ser capaz de apropiarse de la capacidad de vida natural que hay en el mundo.

[2] http://www.herramienta.com.ar/revista-herramienta-n-50/la-ofensiva-extractivista-en-america-latina-crisis-global-y-alternativas

[3] Permítaseme una larga digresión con un ejemplo. En el 2002, el gobierno de Bolivia decidió privatizar el agua. Su precio aumentó considerablemente y la inmensa mayoría de la población, indígena y pobre, ya no podía pagar por ella. Así que tuvieron que empezar a recoger el agua de las lluvias. La respuesta del gobierno fue privatizar, también, el agua de la lluvia. Estaba estrictamente prohibido para la población juntar el agua de lluvia, así les obligaban a pagar por el servicio. La respuesta del pueblo boliviano fue contundente, al acontecimiento se le conoce como “la guerra del agua” que se cobró la vida de un estudiante menor de edad y dejó cientos de personas heridas por el ejército y la policía. Al final, la victoria la obtuvo el pueblo organizado, que logró la derogación de la ley privatizadora y la expulsión de la empresa que buscaba adueñarse de su agua.

Saludos rebeldes e indignados desde la ciudad monstruo.