Desde mediados de la década del ’80 se instauró en la minería boliviana el modelo neoliberal, cuya vigencia por más de veinte años nos condenó a seguir siendo un país primario exportador. El neoliberalismo operó a través de dos mecanismos: 1) La desnacionalización de los principales yacimientos mineros, que de COMIBOL pasaron al control de empresas transnacionales norteamericanas, europeas y asiáticas a través de licitaciones y bajo el formato de contratos de riesgo compartido (joint venture). Así fue como empresas extranjeras lograron la posesión de enormes reservorios mineros; y 2) La otorgación de derechos de explotación a las cooperativas sobre áreas marginales que eran de la COMIBOL.

Por: Alfredo Rada publicado por Aporrea

La minería ha marcado nuestra historia económica colonial y republicana. Desde el descubrimiento del Cerro Rico de Potosí en 1545, cuyas riquezas llenaron por dos centurias las arcas del naciente capitalismo europeo; pasando, luego de la fundación de Bolivia y superada la decadencia de la minería potosina en el siglo XIX, por el dominio de los magnates de la plata: Aniceto Arce, José Avelino Aramayo y Gregorio Pacheco; continuando en la primera mitad del siglo XX con el auge de los barones del estaño: Simón Patiño, Mauricio Hochschild y Carlos Aramayo; hasta llegar a la revolución de 1952 cuya principal medida fue la nacionalización de las minas que pasaron a ser administradas por el Estado, en una primera etapa bajo control obrero.

El 2 de octubre de 1952, con la fundación de la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL) en el contexto del capitalismo de Estado, se inicia la historia contemporánea de la minería en nuestro país. Desde los años cincuenta hasta 1985, la estatal minera definía las políticas minero-metalúrgicas porque tenía el control productivo directo de los yacimientos y de las labores de prospección y exploración. Sin embargo, durante la dictadura banzerista (1971-1978) resurgió un grupo de empresas privadas denominado “minería mediana”, gracias al recorte de atribuciones de la COMIBOL y por la información privilegiada que comenzó a traficar el Servicio Geológico de Bolivia (GEOBOL), la institución encargada de las prospecciones. Finalmente, en octubre de 1985 la Bolsa de Metales de Londres dejó de operar con estaño, hundiéndose así el precio internacional del principal producto minero, lo que llevó al cierre de las minas estatales y al despido de 23.000 trabajadores.

Desde entonces se instauró en la minería el modelo neoliberal, cuya vigencia por más de veinte años nos condenó a seguir siendo un país primario exportador. El neoliberalismo operó a través de dos mecanismos:

1) La desnacionalización de los principales yacimientos mineros, que de COMIBOL pasaron al control de empresas transnacionales norteamericanas, europeas y asiáticas a través de licitaciones y bajo el formato de contratos de riesgo compartido (joint venture). Así fue como empresas extranjeras lograron la posesión de enormes reservorios mineros: en el occidente andino la canadiense Coer D’alene Mins Corporation, que explota reservorios secundarios ricos de plata en el proyecto San Bartolomé, la japonesa Sumitomo que controla los enormes yacimientos de plata, plomo y estaño en San Cristóbal, la suiza Glencore asentada en las minas Bolívar y Porco; en la zona del precámbrico oriental la canadiense Orvana, la brasileña Votorantim y Glosobyk, que cuenta con capital inglés. El predominio de las transnacionales se mantiene, aunque en los últimos años hubo innegables avances nacionalizadores: la estatización de Huanuni, las nacionalizaciones de la metalúrgica Vinto, de la mina Colquiri y de las gigantescas reservas de Mallku Khota y el Mutún.

2) La otorgación de derechos de explotación a las cooperativas sobre áreas marginales que eran de la COMIBOL. El cooperativismo minero nació en 1939 con la fundación del “Sindicato de Palliris y Ckacchas libres” en la ciudad de Potosí, como una primera experiencia de asociación entre trabajadores que no disponían de capital para la explotación independiente de yacimientos minerales. Esta benigna forma cooperativa, décadas más tarde terminaría siendo utilizada y desvirtuada por el modelo neoliberal, que comprendió que para abaratar costos laborales, disminuir pagos tributarios y eludir pasivos ambientales bien podía acoplar las empresas privadas con las cooperativas. De ahí vienen los contratos de “subarrendamiento”, cuya legalidad hoy está siendo investigada.

Al interior del sistema cooperativista se están decantando las cooperativas que, por efectos de acumulación de capital, han perdido su naturaleza inicial de “instituciones sin fines de lucro” asumiendo formas empresariales propias del capitalismo salvaje. En ellas se están acelerando los procesos de segmentación clasista entre los socios antiguos y los “trabajadores voluntarios”, a los que también se les suele denominar peones o “makunkus”. Los primeros son ya una nueva fracción de la burguesía minera, los segundos conforman una masa laboral que se desenvuelve en condiciones de precariedad: sin acceso a seguros de corto o largo plazo, sin estabilidad ni contrato, sin seguridad industrial, muchos de ellos menores de edad y sin derecho a asociarse en sindicatos. Para mencionar un dato: hay registrados 112.000 cooperativistas, pero de ellos sólo el 16% aporta para el seguro obligatorio.

Son alarmantes los impactos ambientales de estas operaciones mineras que realizan escasas inversiones en tecnología. Se ven favorecidas por la negligencia de las autoridades que no hacen cumplir la ley del medio ambiente. Las “cooperativas” auríferas son la prueba más palpable de esta afirmación.

Es urgente cambiar el Código Minero de 1997. Pero la nueva ley minera debe tener una orientación nacionalizadora, asegurando las áreas de reserva fiscal para que sean desarrolladas por el Estado a través de COMIBOL y su expansión hacia nuevas áreas mineras que pudieran ser objeto de reversión y estatización por razones de soberanía económica nacional, porque en dichas áreas no se cumple una función económica social, porque en sus operaciones no respetan los derechos laborales o por vulnerar los derechos de la Madre Tierra. Y junto con todo esto la necesidad de industrializar nuestros minerales en territorio boliviano incrementando las inversiones estatales destinadas a tal fin.

El debate sobre la nueva ley minera está girando apenas sobre unos cuantos artículos que posibilitaban a las cooperativas firmar contratos con empresas privadas nacionales y extranjeras, manteniéndose como cooperativas. Esto es claramente inconstitucional y lesivo a los intereses del país y el Gobierno ha derrotado el bloqueo de caminos de los cooperativistas con sólidos argumentos nacionalizadores. Pero hasta aquí se ha tocado sólo una arista del problema; hay más aristas, como por ejemplo la necesidad de que el Estado, respetando al verdadero cooperativismo y la función social que desempeña generando empleo, sea capaz de controlar la calidad de ese empleo haciendo respetar los derechos de los trabajadores.

Si bien el tema impositivo ha sido postergado para otra ley, debe pensarse en incrementar la presión regalitaria. El año 2013 Bolivia exportó minerales por más de 3.000 millones de dólares, pero por regalías sólo quedaron para el país 131 millones, ¡poco más del 4%! Esto es inaceptable.

La nueva ley minera tendrá una duración de 20 años y en ella está en juego el proyecto de recuperación de los recursos naturales con que los movimientos sociales accedieron al poder. El dilema es: conservar o transformar este sector estratégico.